sábado, 30 de abril de 2011

EN LOS TIEMPOS

"Cuando uno es chico espera la gran felicidad. Una felicidad enorme y absoluta. Y a la espera de ese fenómeno, se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen".
Ernesto Sabato



Llevaba una carta. Allí estaba escrita la explicación del todo. Un pueblo, ya milenario, esperaba con ansias el mensaje. Un mensaje sublime y dinámico pero definitivo. Llevaba, escondida entre mis ropas, “la verdad entre todas las verdades”. El camino era sinuoso y sabía bien que podía costarme días o meses (incluso años) conseguir llevar el mensaje a destino.

Luego de atravesar algunos pueblos, ciudades y junglas, adiviné que el zumbido que venía acompañándome en la oreja era el del mismo insecto que no me había dejado dormir por las noches (nos conocíamos bien). Era el mismo que se presentó en mi habitación cuando todavía vivía en mi casa y en mi tierra. Luego reapareció en los amaneceres que rajaban las carpas con las que nos movíamos, porque ya no teníamos donde parar. Y, a veces, ni siquiera donde ir. Y cuando ya no quedó más remedio que dormir al rayo de la noche, y nuestros dioses fueron asfixiados, el propio insecto también estuvo allí. Zumbando agudamente para recordarme que no se iría.

Sin embargo, debía llevar el mensaje cuanto antes, evitando equivocar el lugar exacto en que lo recibiría el destinatario elegido. Este sería un mensajero de los nuestros, y no haría más que llevarlo hasta el orador seleccionado. De esa manera, un malentendido que llevaba cientos de siglos sería esclarecido para siempre. Confieso que la metodología me resultaba particular por su cierta ortodoxia y protocolaridad (si es que vale consignar este último término), y porque yo mismo era parte. Todo lo que había hecho hasta aquí era en pos de saber, al fin, de qué mierda se había tratado todo, y como sería luego.

Puede pensarse que mi postura se había tornado algo egoísta. Todo lo había hecho por “querer saber”, y saber implicaba “que se sepa”. Y si la verdad se conocía definitivamente, eso produciría un cambio que ya no podría dar marcha atrás. Sólo restaría saber si el cambio debía de ser paulatino, pero firme y constante. O si se trataba de un movimiento único. Un volantazo certero y crucial que produciría el cambio de un minuto al otro.

Mientras la fiebre comenzó a subirme por las venas, recordé que no podía ser en vano tanto esfuerzo. De todos modos, necesitaba saberlo, aún individualmente, pero me sentía muy cansado. Me senté en el piso agotado, muerto de sed. Más por rebeldía que por curiosidad, armé un cigarro con las hojas de las pocas plantas secas que quedaban por allí. El piso estaba blando. Quién sabe cuántos hermanos y compañeros habían derramado su sangre por esta causa. Una dialéctica de millones de años estaba a punto de llegar a su fin.

Los furgones de los trenes nos habían alojado durante largas horas de viaje. Las autopistas las caminábamos a pie. Desterrados y masacrados seguían viviendo en un imaginario colectivo que nos empujaba a seguir. Recordar me costaba cada vez más. Sólo acudían a mi mente agónica dos consignas de algún tiempo: soberanía y voluntad popular. También, mientras tosía con fuerza, creí recordar que el exterminio histórico había sido producido por lo que alguna vez habíamos llamado colonialismo, globalización e imperialismo, entre otros significantes. Y que peleábamos por vivir en libertad, resistiendo el avasallamiento físico y el simbólico.

Ahora estaba de vuelta en pie y con una responsabilidad absoluta en mis manos. Pero yo ya ni siquiera era yo. Era sólo un vestigio de lo que había sido en vidas pasadas. Sentí que la muerte infinita me daba la mano para siempre. Más por curiosidad que por rebeldía, atiné a abrir el sobre pero no pude hacerlo. Mi alma imploraba no haber sido traicionado una vez más. Quise creer, con el último atisbo que quedaba de mí, que las huellas del camino que habíamos trazado eran lo más importante. Alguien las retomaría alguna vez para seguir intentando. Mi cuerpo se desplomó por última vez, mientras el sobre con las palabras verdaderas cayó en un río pantanoso. A lo lejos, un mensajero de los nuestros se acercaba, mientras huía de su propia muerte.





miércoles, 13 de abril de 2011

LAS COSAS MEZCLADAS

El otro día estaba remontando un barrilete con la felicidad de cuando era niño. El otro día fue hace unos años ya. Las cosas pasaron, se rompieron, se transformaron, se reconfiguraron. Las cosas. Todo lo que estaba mal había creído poder verlo entonces, mientras salía a dar una vuelta y fumaba, a veces tranquilo. Y obviamente no era todo. Arranqué a los piedrazos, producto de tanta desesperanza acumulada y estalladora, para no caer muerto en el intento, pero tratando de no perder la ternura jamás. Quince minutos a todo galope y date por merendado. O por desayunado y almorzado. Total ya te pintaron con el resto de los números, porque sos solamente eso, un numerito. Y tanto lo era que al final sólo me animé a dejar una frase tonta para los compañeros y las compañeras, escrita en una cartulina que se usaba para otra cosa. Que se podían cambiar algunas cosas. Las cosas. Que no se olviden. Charlas de patrones off the record en las que se enseña a ajusticiar y adoctrinar peones y empleados con potencial rebeldía. Cuanto más hijo de puta, mejor. Y así funciona. Y rinde más. Configuración cultural verticalista, eurocéntrica y liberal. Privatista y ayanquizada. Todo una goma para vos. Manejate, es todo lo que pude hacer por ti, no es que te esté fayando, claro, fijate sino. Me fijé bien en el cofrecito, revolví y comprobé que no quedaba casi nada de aquella nostalgia redundantemente triste. Tampoco había quedado nada de alegría. No quedaba nada. En el patio, los pibes seguían jugando, entre las diferencias y desigualdades del mundo. La muerte hizo mierda algunas cosas. Las cosas. Me sentía estafado, como tantos otros. La mancha de lavandina se tornaba más ridícula que el propio buzo verde, y me reí por todo lo que no me había reído. Es verdad que tuve la suerte de encontrar un escaparate en el momento adecuado. No todos la tienen, y muchos siquiera puden intentar desprenderse. Tienen que remarla como sea, a veces con quilombos jodidos y un par de hijos a cuestas. Entonces aparece la estrategia de atormentar, de infundar el miedo al despido. La amenaza era sutil. Te pueden echar, no seas boludo, no reclames nada más. La empresa tiene sus reglas, fulanito tendría que haberlo pensado antes de traer hijos al mundo, se lo buscó. Sabés la cantidad de gente sin laburo que hay y quisiera estar en tu lugar. De qué derechos me estás hablando, las cosas son así. Las cosas. Entonces pensaba en los que aniquilaban su conciencia de clase a cambio de un cargo. Antiguos soldados rasos que luego, mediante un par de reuniones, serían capacitados bajo el paradigma del discurso patronal y amén. De eso parecía tratarse ganar algunos pesos más, la camiseta de algún trompa al que jamás se accedería. El domingo sonaba la radio, a escondidas, con el relato del partido en volumen bajo, por si las moscas. Alguno lo estaría viendo por TV codificada, alguno tendría la suerte de estar en la cancha, o de llevar a su hijo y a su hija a jugar a la plaza. Las cosas. Atendé el teléfono que es para vos, pero te pido que seas breve. Productividad. Algunos creen que clavarse una corbata los convierte en mejores señores. Eso también puedo verlo ahora, en otro ámbito, en otro lugar. Pareciera que se hacen lustrar los zapatos, en una esquina céntrica, para que su supuesta importancia resalte brillosa a la vista de los demás. Mientras tanto, las tapas de los grandes diarios hacen lo imposible por tratar de darles la razón. O es al revés, o se torna un círculo vicioso. Ahora tengo la suerte de tener un poquito más de tiempo. Puedo así recordar el tonto barrilete que remonté hace unos años y aquella cartulina en la pared. Algunos derechos pueden y deben ser reclamados. Algunas redistribuciones son necesarias para muchos y muchas. Ahora se está haciendo evidente el egoísmo de los que no quieren repartir ni un poquito. También encontré a algunos que se ríen de las tapas hipócritas de los diarios, y de las propias corbatas voladoras, porque entienden que el asunto es otra cosa. Y algunas cosas, las cosas, todavía pueden cambiar. Por eso molestan tanto a determinados sectores.